Cuando vi las luces de la casa, sentí como si mi hocico despertara de un largo letargo de morfina helada, tras toda la noche de aquí para allá con una temperatura que roza los cinco grados bajo cero. ¡Luego dicen de los calores del Sáhara y sus peligros! Yo en esta región que llaman Castilla he pensado seriamente en tirarme por alguna chimenea encendida.
Pero, ahora, ya terminada la jornada laboral, llega mi mejor momento del día. Tras mi rutinario encontronazo con los marcos de la puerta, entro en el cuarto moviendo los ojos en todas las direcciones en busca y captura de la cazuela de barro donde cocinan esa pócima mágica que no existe allá en las tierras de Oriente. Tendré que pensar algo para exportar esta delicia.
Mis compañeros de fatigas y yo vemos los cuencos al fondo, humeantes, con un olor a ajo y pimentón que revitaliza hasta a un santo (¡Nunca mejor dicho!). No espero a formalismos y decido entrar directamente en faena, lo que deriva en una lengua quemada y en los cortos pelos de mi papada ligeramente escarlatas.
Entonces veo otro tazón al lado, de color oscuro, esto es nuevo para nosotros. ¡Es vino! Ciertamente tiene razón nuestros jefes, lo de la señora de esta casa de huéspedes es muy extraño. Sopa, vino, etc., esto no nos había pasado antes ni en las mejores posadas de nuestro periplo.
Pero sin plantearme más misterios, meto la lengua hasta el fondo en el templado líquido de fruta y alcohol. Calmo mi calentura sin quitar el ojo del cuenco de barro con la sopa humeante. ¡Hay que ser precavido, en un descuido igual me quitan el manjar!
Vuelvo a atacar la pócima, y esta vez la sorbo lentamente, disfrutando de cómo el líquido baja quemando mi esternón hasta el estómago, que grita agradecido de placer. Ajo, pimentón, laurel, pan y huevo, le está explicando la señora a mis jefes que se muestran bastante desinteresados mientras engullen la sopa como si no hubiera mañana. De hecho, alguno ya tiene la barba llena de pimentón.
Ella no para de hablar, y eso que dicen que aquí la gente es más bien parca en palabras. Sin dejar de mirar a los tres de arriba abajo y con una expresión un poco trastornada, la señora les explica en bucle cosas sobre la receta, el invierno, las camas que tiene la casa, su marido, la vecina, lo caprichosos que son los niños del pueblo con los regalos, etc.
Yo creo que está un poco contrariada por lo de las coronas. ¡Qué manía tienen de no quitárselas para comer!