La venganza de Charlie

Relato sobre la tragedia de Charlie Hebdo.
#JeSuisCharlie #CharlieHebdo

Fijó su mirada despistada e inquisitiva sobre la viñeta proyectada al fondo del aula e, inmediatamente, se trasladó a ese verano, amarillo como el campo de cereales trillado. El paisaje que estaba ahora dibujado delante de sus ojos se convirtió en el que veía hace años a través de la valla del vecino de su abuela. Y soñó de nuevo, como cuando era niña y la venganza estaba al alcance de su mano.

El simpático perro de carboncillo que ahora tenía delante de sus ojos le recordó a Charlie, saltando en el camino con su pelaje despeinado, siempre alegre y cansino. Al aparentemente tranquilo campesino del dibujo le atribuyó la crueldad de Odeim, el vecino de su abuela que había disparado sin atisbo de duda sobre el ‘pizpireto’ perro con la escopeta que él mismo llamaba con orgullo ‘calanicó’. Y la superhéroe era ella, la poderosa Datrebila.

Entonces revivió el día en que sus padres le explicaron que Charlie había tenido un ‘accidente’ y que no iba a volver más. Tardó varios minutos en entender que Odeim le había matado y hoy, más de 20 años después, todavía seguía dándole vueltas al por qué. Sus padres le aseguraron que era una conducta deplorable, pero que Charlie no había respetado los límites de la propiedad del vecino y no podían hacer nada. Como no lo entendió entonces, y todavía hoy seguía sin hacerlo, decidió convertirse en Datrebila y tomar cartas en el asunto.

Cogió el mamporro de madera y clavos que su abuelo le había mostrado como un profundo secreto, sobre todo para sus padres. Eso sí, sobre su uso por parte de superhéroes no le había dicho nada.

Se vistió de negro, recogió su larga y morena melena y se la tapó con un pañuelo que sólo dejaba ver sus singulares ojos rasgados, aparentemente inocentes y ahora capaces de sembrar el terror sin censuras. Con el mamporro en la mano, el pañuelo de flores de su madre, sus cortos pantalones negros (a tientas no encontró los largos) y una mirada a caballo entre lo valiente y lo osado, salió de la casa de sus abuelos con paso decidido.

Encontró a Odeim en la nave donde guardaba la cosecha y donde tenía atados a los otros perros de los que había oído hablar, pero que nunca había visto. Le pilló pegando a uno de ellos con una vara, mientras soltaba improperios y mencionaba a no sé qué Dios o demonio.

Datrebila se elevó en el aire con su mamporro, y el primer golpe se lo asestó en las costillas. Esperó a que Odeim se diera la vuelta y viera los ojos de la vengadora de animales, especialmente de Charlie. Entonces volvió a la carga, una y otra vez. Tiene en su memoria todos los detalles de su paliza, cada golpe, cada grito, y sobre todo la cara de miedo de Odeim, que siempre había estado orgulloso del terror que sembraba en el pueblo gracias a una actitud pegada a la locura.

Desde ese momento, cuando se enteraba de alguna nueva atrocidad vecinal, se ponía su pañuelo de flores, cogía su mamporro de madera y le propinaba la correspondiente paliza que le inhabilitaba durante varios días, al menos en su imaginación.

Durante ese verano, la venganza se servía casi todas las noches, tal era la crueldad de Odeim. Tras las incursiones de Datrebila, Estefanía volvía a casa, se ponía su pijama de dibujos animados y dormía un poco mejor, convencida de que los malos tenían su castigo. Lo que no pensó entonces, pero sí tiempo después, es si las acciones de Datrebila, reales o imaginarias, provocaban una mejor vida a los perros de la nave. O si realmente iban a seguir calmando su conciencia una vez que ella se fuera haciendo mayor.

Ahora Estefanía tiene más de treinta años, pero conserva la misma mirada inquisitiva. Sus pensamientos regresan al presente, a su clase magistral sobre viñeta política y social. Mira a la Datrebila dibujada hace unos minutos en su cuaderno, esta vez ataviada con un poco más de coherencia estética, y sonríe recordando a la niña imaginativa que golpeaba por las noches al malvado Odeim.

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