Texto: Luis Mata. Ilustración: Marcus Carus
Conoces a alguien. Da igual dónde, y casi seguramente también cómo. Sin apenas tiempo para la reacción se produce una conexión. Conectáis. De la nada ha aparecido un vínculo entre dos personas, en parte atracción, en parte simpatía y quizá también en parte afinidad. Pero sobre todo atracción. Y esa atracción se va retroalimentando, el uno del otro. En las palabras, en las miradas y en las caricias. Dos discursos que buscan mezclarse para convertirse en uno. Dos posiciones separadas que intentan ofrecer aquello que más se acerque a lo que la otra espera. En buen número de ocasiones las dos partes acordarán dar un nombre a todo el proceso. Basta con cuatro letras, amor, le dirá una voz temblorosa a un oído expectante. Y ese oído acabara haciéndose a esa voz. Le será conocida. Le tranquilizará. Le animará. Hasta llegará a creer que es parte de él. Que le pertenece. Y será entonces, inocente buceador en aguas de cuatro letras, cuando olvide el origen de la voz. Un minucioso sesgo del otro yo, una cara de un poliedro doctorada en relaciones públicas que cumplió perfectamente con su misión. Pero hay más caras. Así que el oído empezará a oír otras voces. Casi imperceptibles al principio. Insignificantes. Pero imparables. Y poco a poco se irán haciendo reconocibles algunas palabras. Luego conversaciones enteras. Y será la misma voz la que hable. Pero será otra cara del poliedro la que lo haga. La cara de los amigos, la cara de la familia, la cara del trabajo, la cara que habla con un desconocido en nuestra ausencia. Incluso la cara que está sola, la que no habla con nadie. Todos esos lados irán haciendo su aparición. Unos más temprano, otros tardarán un poco más. Y es posible que no nos gusten. Que la figura resultante no tenga mucho parecido con la figura que nosotros conocíamos. Una figura que casi creíamos nuestra, y de la cual sólo sabíamos una cara. Y echaremos la culpa a esas cuatro letras. Las haremos responsables de nuestra parcial ceguera. Nos proclamaremos víctimas de la trampa del amor. Pero no nos dejemos engañar. No eludamos nuestra parte de culpa. No ignoremos la mano que nos puso la cinta en los ojos, nuestra propia mano. Porque… ¿acaso alguien tira un dado pensando que sólo existe la cara que cae boca arriba?
Felicidades por la iniciativa; que deseo complementar.
El ingrediente investigador y de la sabiduría, podría enriquecer esta creatividad.
El «Estudio sobre el amor», de Ortega y Gasset, entre otros es buen principio filosófico.
Erich Frömm, con «El Corazón del Hombre», tiene en mi opinión una doble y rica perspectiva:
Darle el contrapunto, sosegando al «bestia» absoluto de Sigmund Freud, posándolo y Tratando de explicar lo que su título anuncia.
El «Arte de Amar», del mismo autor y psicoanalista.
En mi humilde opinión.
¡Gracias por la aportación José! La verdad es que la Ciencia siempre da un paso más en todo, incluida la creatividad. Todos tenemos varias caras, según dónde y con quién, según nuestros anhelos y miedos, según tantas cosas… Reto al autor a que re-comente tu estupendo comentario…