Solía venir a dormir conmigo por las noches, así, sin avisar. Tenía un juego de llaves de mi apartamento y abría sigilosamente la puerta, para que yo no me despertara. Luego volvía a encajar la cerradura como si estuviera poniendo la última pieza de una torre de cartas; se quitaba los zapatos en silencio, como un ladrón de calcetines blancos, e iba deslizándose hasta el dormitorio, deshaciéndose poco a poco de la ropa que le cubría hasta que llegaba desnudo hasta mí. Entonces levantaba cuidadosamente la manta y, con la delicadeza de un relojero tradicional, abrazaba cada parte de mi cuerpo con el suyo.
Hacíamos el amor en sueños, sin saber si era real o no, enajenándonos en la oscuridad de una duermevela que, de tan bonita, yo siempre dudaba no fuera sólo imaginación. Él me susurraba cosas al oído que se me revelaban distraídamente en los días posteriores, en medio de un café o de una reunión de trabajo. Y entonces, como hipnotizada, me trasladaba de un salto a ese cuarto y revivía cada uno de los detalles que distinguen la verdadera belleza de la fea banalidad.
Por las mañanas, siempre se iba antes que yo, y las despedidas se convertían en tragedias cuando venía a darme el último beso o escuchaba cómo la puerta sentenciaba mi caída al precipicio empedrado del día a día. Entonces volcaba mi rostro sobre la almohada y las sábanas recogiendo en ansiosas y tiernas bocanadas su olor. Nunca nos prometimos nada, ni pusimos en palabras nuestras sensaciones o anhelos, ni hablamos de la diferencia entre dar el salto desde la dulce oscuridad del dormitorio hasta la cruda luz de la realidad.
Pero un día, no volvió más. Y entonces… fundido en negro.